Por Julio Reyes Copello

La primera vez que escuché la Toccata y Fuga de J. S. Bach tenía 7 años. La obra hacía parte de la banda sonora de una serie animada para televisión sobre la historia de la humanidad. Ésta para mí es una memoria coyuntural, uno de esos momentos de la vida en que el universo se compadece de nuestra naturaleza racional y decide responder una pregunta que parecía no tener respuesta.

Hoy, 40 años después, empiezo a entender por qué solté las crayolas en el piso y me paralicé frente al televisor cuando escuché a Bach sintiendo ganas de llorar, pero de felicidad, con la piel de gallina y los pelitos de punta tuve la sensación de entender por primera vez la razón de mi existencia. Estaba recibiendo mi mapa de vuelo, mis coordenadas, mi misión de vida, escrita en un lenguaje irracional que solo mi espíritu entendió.

El sujeto de la fuga y su imitación, el contrapunto y su desarrollo motívico contenían una cantidad de conocimiento casi sobrenatural, imposible de cuantificar y digerir con la mente, pero igual de tangible al libro del álgebra de Baldor. Me obsesioné tanto con la Toccata y Fuga que me dediqué a mejorar mi precario solfeo hasta que pude tocar decentemente una versión para piano a los 11 años. Desde ese entonces esa curiosidad insaciable de mi mente por entender el lenguaje musical  me llevó  a invertir  miles de horas de estudio de piano, composición, literatura y materiales de la música, orquestación, etcétera. Miles de horas transcribiendo música de todos los géneros, miles de horas absorbiendo y digiriendo emociones encapsuladas en compases, corcheas y silencios.

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La inmersión en el aprendizaje de la música fue total y empecé a comprender que los principios que controlan su microcosmos son idénticos a los que controlan nuestra realidad.  Un universo compuesto por 12 notas musicales que interactúan vertical y horizontalmente es en principio muy semejante a un universo que divide su tiempo en 12 meses. Doce notas, cada una de ellas con características únicas, tan disímiles como los 12 apóstoles, como los 12 signos del zodíaco occidental o el zodíaco chino, interactuando en un mundo de consonancia y disonancia es bastante similar a un mundo lleno de personas que han nacido en alguno de los 12 meses del año, con características únicas, que interactúan y experimentan su existencia entre alegría y dolor, en días y noches de 12 horas.

He planteado hipótesis al respecto de esto, sin métodos de comprobación científica porque no me alcanzaría la vida para hacerlo, pero sí he sido testigo de concordancias y similitudes fascinantes que me han ayudado a entender la vida como  una maravillosa obra musical, desde el nacimiento hasta la muerte.

Una melodía es similar a una decisión. Es una acción que produce una reacción y un desarrollo que depende del entorno y la interacción de los elementos que la componen. La consonancia y la disonancia  que constituyen el “sistema muscular” de una melodía o una progresión armónica,  son semejantes a la tensión y la relajación presentes en cualquier movimiento físico. La lista de símiles es interminable y seguiré compartiendo con ustedes las hipótesis para que las pongan a prueba. De pronto algún día lleguemos a tener un tratado científico, pero en realidad el propósito de este espacio es celebrar el hecho de que existe un lenguaje que tiene la capacidad de hacernos llorar de felicidad, de mostrarnos el propósito de la vida, que nos brinda la posibilidad  de acceder a un universo paralelo desde donde nuestra existencia se ve más clara, y que nos demuestra que muchas de las mejores cosas de la vida no están hechas  para ser entendidas con la razón; sólo para ser sentidas. La bendita música.

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